Roma
Roma gy iuicensa 1 110R5pR 16, 2011 Ig pagcs COMIENZOS DEL ARTE ROMANO En escultura, los etruscos ejercieron, bajo la República, un papel preponderante. Eran habilísimos fundidores, y, aunque los modelos fueron muchas veces griegos, su intervención fue ya etrusca, latina y roma-na. La famosa Loba en bronce del Capitolio, que se ha considerado siempre como el paladlón de Roma, debió de ser encargada por los romanos a los fundidores etruscos en días muy remotos, cuando todavía eran en arte clientes de sus vecinos.
Obra quizá completamente romana, es el busto broncíneo que identificaron on el de Bruto los primeros estudiosos del Renacimiento, por creer que era el retrato del aran tribuno que expulsó de Roma a los descendientes de los reyes etruscos. En realidad, es posible fijar dos series de retratos de bronce que datan de la época de la República. En la rimera fi urarán obras que, Sv. içxto Sw p to page como el seudo-Brut por su factura, en la menguada, y va afir quede todavía la téc continuaron manteni PACE 1 orig dose en su inspiracion, etrusca es ya muy omano, aunque ores.
Estos ia importante, que perduró hasta la época de Augusto. Tenían su barrio propio en a urbe: el vicus Tuscus (o «barrio toscano»),situado al pie del Capitolio. Claro está que estos talleres etruscos establecidos en Roma no podían tardar mucho en romanizarse. Es casi segu seguro que estos retratos de personajes anónimos o mal identificados sean de los grandes hombres de la última época de la República. En la Roma primitiva parece que hubo una lev el jus imaginum que prohibía los retratos de personas que no hubieran ejercido cargos importantes en la administración.
Estos cargos eran sólo tres: los de las magistraturas que tenían derecho a la silla curul, o sea los de cónsul, tribuno y pretor. Obsérvese la diferencia de restricciones para los re-tratos entre los griegos primitivos y los romanos. En la Grecia de los primeros si-glos después de la invasión de los dorios, sólo tenían derecho a la estatua los perso-najes heroizados, ya por haber ganado la carrera de los cien metros en Olimpia, ya por señal manifiesta de Zeus de haber con-cedido a un mortal la catego (a de héroe con muerte instantánea por rayo.
En Ro-ma, el derecho a la efigie se obtenía por servir al Estado, y viceversa, la traición re-vocaba el privilegio. Así, las estatuas de Mario fueron destruidas por Sila, uien creyó que su predecesor había usurpado poderes, pero fueron después repuestas por César, que era pariente de Mario. Las estatuas de César fueron derribadas por los republicanos y repuestas por Augusto… Más tarde las de Domiciano fueron deca- pitadas por Nerva, e igualmente las de Geta por su hermano Caracalla.
El jus imaglnum debió de ser mantenido con todo su vigor sólo en los primeros siglos de la República, mas por las mismas razones que no se mantuvo estricta 2 OF los primeros siglos de la República, mas por las mismas razones que no se mantuvo estrictamente en Grecia, también en Roma se ioló desde muy antiguo. La base ideológica de has prohibiciones, tanto en Grecia cuanto en Roma, es naturalmente la creencia del maleficio que puede producir un retrato si no es de un personaje de reconocida superioridad moral.
Este en Grecia era el atleta heroico; en Roma, el incorruptible magistrado. El detalle de que el oficio fuera de alta categoría, esto es, con derecho a silla curul, resabio del trono real, significaba que el personaje retratado no tenía limitaciones en sus prerrogativas; durante el tiempo que serv[a era un numen, algo más que un simple mortal, y, por tanto, no debía prohibírsele ser retratado.
Los cargos de cónsul, tribuno y pretor duraban sólo un año; por consiguiente, fueron numerosos los que después del servicio tuvieron derecho a ordenar su retrato. Cicerón se alegra de haber sido elegido para un cargo de silla curul, porque así podrá él también, aunque de origen humilde, verse inmortalizado en efigie, como los antiguos patricios que le precedieron en aquel empleo. Los primeros retratos de funcionarios romanos que consiguieron el derecho a la imagen eran sólo bustos y estaban ejecutados en cera.
Se guardaban en un armario especial, como un sagrario, llamado ablinum, abierto en una de las paredes del atrio central de la casa romana. Las imágenes en cera de los antepasados ilustres se llevaban con pompa por los individuos 30F casa romana. Las imágenes en cera de los antepasados ilustres se llevaban con pompa por los individuos actuales de las grandes familias romanas, sobre todo en los funerales. Y como, con el tiempo, se ajaron y ensuciaron, debieron substituirse por copias en bronce o en mármol.
Tenemos varios relieves de piedra y 1 mármol de la época imperial que representan el hueco de la pared del armario, el tablinum, con los bustos de cera en fila o erie cronológica, uno al lado del otro. Las ceras eran de color, y los cabellos, de pelo natural, todo lo cual contribuiría sobre manera al desaliño de los bustos ancestrales. Pero tanto las restricciones del jus imaginum como sus transgresiones furtivas no eran para estimular con libertad e independencia la evolución de la escultura romana.
Se mantuvo hosca y bárbara casi durante toda la época republicana. Sólo en el siglo II antes de Jesucristo los patricios romanos que habían viajado por Grecia y Oriente empezaron a importar estatuas para sus colecciones particulares, los trofeos arrancados por los cónsules en Siracusa, Corinto y otras ciudades a las que los romanos impusieron el castigo de desnudarlas de obras de arte empezaron a poblar la Urbe de imágenes maravillosas, ante las cuales hacían triste papel las cerámcas y bronces de los etruscos y las ceras romanas.
En Nápoles se formó una escuela local de escultura, que reproducía modelos antiguos, muy estimados por los coleccionistas del tiempo de la República; y hasta algunos 40F antiguos, muy estimados por los coleccionistas del tiempo de la República; y hasta algunos talleres se arriesgaban a producir tipos composiciones originales, no desprovistos de interés.
Una de las particularidades más curiosas de esta escuela de escultura es la imitación de obras arcaicas en esta época; tenemos una infinidad de estatuas y relieves en que se ha tratado de imitar la manera ingenua de disponer los pliegues rígidos y las orlas en zigzag, la actitud y el gesto sin vida de las primitivas obras del arte griego. En algunas resulta algo difícil distinguir si son verdaderamente copias de esculturas originales de los maestros del siglo VI, cuando todavía el arte griego no estaba bien seguro de su técnica, si son pasticcios compuestos hábilmente por los escultores de la escuela helenística de Nápoles.
En una de estas estatuas, la llamada la Diana de Pompeya, se ha querido imitar el modo infantil e ingenuo de indicar el movimiento en los días penosos del arcaísmo. La fisonomía de la estatua muestra también la sonrisa estereotipada, los ojos largos y los rizos simétricos de los cabellos con que el artista ha querido infundirnos la clara impresión de una estatua griega jónica del siglo VI. Una de las características de la escuela helen(stica de Nápoles seria a de una singular erudición y gran conocimiento de los tipos antenores.
Acaso el fundador de esta escuela fuese un griego llamado Pasiteles, artista de gran versatilidad, del cual no se ha conservado ninguna ob 9 un griego llamado Pasiteles, artista de gran versatilidad, del cual no se ha conservado ninguna obra. Era, además de escultor, erudito tratadista y escribió un libro en cinco volúmenes, actualmente perdido, sobre el arte griego, que es la fuen-te principal de que se vale Plinio para sus estudios de estética. Pasiteles, que debió de ser un genio extraordinariamente cléctico, explicaba que para sus esculturas hacía modelos de ba roy luego reproducían en mármol sus discípulos.
Uno de éstos sería Estéfanos, quien firma una estatua de la villa Albani llamándose a si mismo discípulo de Pasiteles. Discípulo de Estéfanos fue a su vez Menelao, el autor del grupo académico del Museo de las Termas. Es una elegante composición de dos figuras dispuestas con arte y pulcramente ejecutadas, pero frías como lo son siempre las obras de las escuelas excesivamente eruditas, inspiradas en una admiración retrospectiva por formas ya superadas. De la misma escuela es el grupo del Museo del
Prado llamado de San Ildefonso, porque estuvo en La Granja mucho tiempo. De sus dos estatuas, una es del tipo del Doríforo de Policleto y otra repite el Fauno de Pra-xiteles. ÉPOCA DE LOS EMPERADORES DE LA CASA DE AUGUSTO Recién se mencionaba la importancia de los retratos para los primitivos romanos, con las restricciones que imponía el jus imagnum; pero esto mismo contribuyó a que se consideraran las efigies de los hom-bres de Estado como algo más que una muestra de su parecido personal.
Las pecu-liares ci 6 9 de los hom-bres de Estado como algo más que una muestra de su parecido personal. Las pecu-liares circunstancias de la fisonomía de cada personaje están expresadas con cierta dig- nidad; adviértese en ellas el realismo etrus-co alterado por un concepto político que les da nobleza especial. La cabeza del niño Octavio, encontrada en Ostia, tiene ya ex-presión de seriedad precoz; las mejillas flacas, la mirada concentrada del que des-pués será el primer Augusto. En la cabeza de Ostia, Augusto representa tener trece o catorce años.
Otra cabeza de bronce, des-cubierta en 191 0 en el Sudán, junto a Meroe, nos muestra al joven emperador hacia los veinticinco años; los rasgos de su fiso-nomía on siempre los mismos, sus cabe-llos caen lacios sobre la frente; es sin duda alguna un retrato de famllia enviado a un amigo, gobernador acaso de aquella lejana y misteriosa provincia. Allí, en el último rincón del vasto Imperio romano, en la Nubia, adonde la civilización 2 contemporá-nea acababa de llegar sólo hacia unos po-cos años, penetraban ya los retratos del jo-ven Octavio, constituido por la suerte en nuevo señor del mundo.
Un retrato de Augusto como sumo sacer-dote se descubrió en Roma en 1909, en la Vía Lablcana, con algunos restos aún de su policromía. La cabeza stá envuelta noble-mente entre los pliegues del manto sacer- dotal y tiene acaso más expresión reflexiva que ninguno de sus retratos; es un feliz modelo de figura imperial que será adop-tado frecuentemente por sus suces 9 sus retratos; es un feliz modelo de figura imperial que será adop- tado frecuentemente por sus sucesores.
Otros césares, y sobre todo los emperado-res filósofos de la dinastía de los Antoni-nos, se complacieron singularmente en verse representados con este simple manto que les cubre la cabeza, único distintivo del gran sacerdote romano. por fin, en otro retrato, el emperador Augusto, lgo más viejo, con gesto de man-do y vestido de general, arenga a las tro-pas.
En la coraza están representadas en finos relieves, como apoteosis de su reina-do, la Galia y la Hispania humilladas; los bárbaros de la frontera del Eufrates de-vuelven las águilas tomadas a las legiones de Craso, y el carro del Sol, sobre el pecho, pasa iluminando aquellos grandes días de la Roma de Augusto. Esta estatua, una de las joyas del Museo Vaticano, se llama el Augusto de Prima Porta, porque fue hallada en la villa ya mencionada de la emperatriz Livia; los relieves de la coraza onen en relación esta escultura con la fecha de los frisos del Ara Pacis.
La imita-ción libre de los modelos griegos es bien visible. El Augusto de Prima Porta tiene en el gesto gran semejanza con el Doriforo de Policleto; apóyase, como él, sobre la pierna derecha mientras balancea la iz-quierda, y en lugar de la pica lleva en la mano el bastón consular. La estatua de Prima Porta inaugura un tipo de retratos imperiales de pie que adoptaron los em-peradores. Se encuentran innumerables y exquisitas efigies imperiales, sobre todo adoptaron los em-peradores.
Se encuentran innumerables y xquisitas efigies imperiales, sobre todo en provincias, como la del Augusto de Prima Porta, con corazas decoradas con relieves alegóricos y en actltud de arengar a las tro-pas. Tan sólo algunos detalles caracterizan el Augusto de Prima Porta como el funda- dor del Imperio romano: a su lado está el delfín de Venus con el Amor a cuestas, lo cual alude al origen de los Césares descen- dientes de Eneas, hijo de Venus, y va des-calzo, lo que revela su carácter heroico: no es un magistrado que pisa nuestro suelo.
Cuando más adelante los emperadores repi-tan este tipo, todos alzarán ricas y bellas sandalias. Estos son los más notables retratos de Augusto, pero, además, una serie indefinida de mármoles, diseminados por todos los mu-seos de las provincias del Imperio, reprodu-cen su fisonomía hasta los últimos días de su precoz vejez, cuando, con la demacracion característica de un valetudinario, parece que apenas puede ya soportar la simple corona de laurel que simboliza su glorioso reinado.
En cambio, desgraciadamente, no tenemos ninguno que nos dé con absoluta certeza la fisonomía de Livia, la grave ma-trona que con él compartió honorablemen-te las cargas del poder. En un relieve de Ravena, la emperatriz está figurada al lado de su esposo, pero la cara ha sido destrul-da; otro retrato, de Nápoles, es de pési-mo estilo; un tercero, en Aquilea, es ex-cesivamente pequeño. Acaso más que nin-gún otro da la impresión de I en Aquilea, es ex-cesivamente pequeño.
Acaso más que nin-gú otro da la impresión de la figura de Livia una estatua con diadema del Museo Vaticano, que es, con toda . seguridad, de la época de Augusto. Su gesto es el tan pe-culiar de las estatuas funerarias griegas con manto del siglo iv antes de Jesucristo; mas por su everidad resulta tan romanizada, que se la tomó en un principio por perso-nificación de las virtudes femeninas, y de aquí proviene el nombre de imagen del Pudor que se le dio de un modo harto ar-bitrario.
De Tiberio, el hijo de Livia adoptado por Augusto, tenemos multitud de buenos originales. Un retrato, sentado, del Vati-cano inicia también el tipo del emperador glorificado que será frecuentísimo en la se-rie de las figuras imperiales, aunque esté poco en consonancia con la naturaleza en-fermiza y la fisonomía afeminada de Ti-berio. Este aparece desnudo, sólo lleva n manto pendiente del hombro que cae sobre las rodillas, tiene el gladio en una mano y con la otra empuña el cetro imperial.
Se conservan asimismo varios retratos de los dos jóvenes príncipes Cayo y Lucio César, nietos de Augusto y, por algún tiempo, pre- suntos herederos del Imperio romano. De Claudio tenemos también retratos en esta postura heroica de gran monarca di- vinizado; uno que está de pie, en el Vati-cano, lleva cetro y manto y le acompaña el águlla del mismísimo Júpiter. Claudio, con sus grandes ojos, que parecen salirse de las órbitas, no adquiere majestad, a pesar del tono pedant